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El traje nuevo de la 4T

La historia se conoce. Un emperador vanidoso. Dos estafadores que le venden un traje confeccionado con telas mágicas que resultan “invisibles para toda persona que no sea competente en su trabajo o de plano estúpida”. Una corte de obsequiosos funcionarios que, puesta a prueba, no se cansa de prodigar elogios sobre las ropas invisibles. Una multitud que, al ver desfilar al emperador por la calle, también aparenta maravillarse con la belleza de su traje. Un niño que de pronto exclama “¡el emperador va desnudo!”. La misma multitud que, tras escuchar ese grito, lo celebra y ríe. Y de nuevo el emperador, que se percata de la burla popular en torno suyo mas decide guardar las apariencias y seguir adelante, incluso “más envanecido que antes, mientras los ayudas de su cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola de su traje”.

Siempre me ha fascinado ese relato decimonónico de Hans Christian Andersen. Por el contraste entre la modesta simplicidad de su trama y la profunda verdad que pone al descubierto. Por tratarse de un divertido cuento infantil y, al mismo tiempo, de una brillante meditación sobre los absurdos del poder.
Pero lo más interesante no son los tópicos de la vanidad del emperador ni del ingenio de los estafadores. Son la psicología de la corte y de la calle, el símbolo del niño y, sobre todo, el final: la desconcertante decisión del emperador de mantener la farsa a pesar de haber quedado tan exhibido –en hacer, digamos, como si tuviera otros datos–.

La corte se suma a la simulación por una mezcla de lealtad, inseguridad y conveniencia. Nadie se atreve a poner en entredicho la premisa de que la tela tenía esa cualidad de volverse invisible para los incompetentes o los estúpidos, a pesar de que sus ojos la refutan, porque saben que la corona la ha dado por cierta.

Los funcionarios dudan, entonces, de sí mismos. No resuelven la duda sino que anticipan sus consecuencias y optan, entonces, por actuar conforme al interés de su propia supervivencia. Así lo reflexiona, con una lógica transparente, uno de los ministros: “¡Santo cielo, no veo nada! ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído. Nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela.”

Los súbditos que observan su procesión por la calle también simulan ver el traje nuevo del emperador. ¿El motivo? Lo que Elisabeth Noelle-Neumann llamó una espiral del silencio: los costos sociales de llevar la contraria son altos y, por eso, las personas tienden a conformar su opinión con la de la mayoría. “Nadie quería que los demás se percataran de que no veían nada”, advierte Andersen. El efecto es un consenso sin precedentes: “ningún traje del monarca había sido tan aclamado como aquel”.

Dicho consenso se colapsa cuando el niño, figura emblemática de la inocencia, grita la verdad que todos conocen en su fuero interno pero nadie quiere reconocer en público. La voz de ese niño es la de alguien que no ha hecho suyos, o se niega a admitir, los hábitos de la simulación colectiva. Es la voz, en suma, de una disidencia honesta contra la conveniencia y el conformismo.

El conflicto, sin embargo, no se soluciona. El bien no triunfa, la armonía no se restaura. La reacción del emperador y su corte se trata no de aceptar el disparate, aprender y corregir, sino de salvar cara políticamente. No evitan el ridículo, muestran que están en una posición que les permite comportarse como si no se dieran cuenta de él. Así, la tensión dramática no se disuelve sino que se revela como parte constitutiva del orden establecido, se institucionaliza. Ahí está la genialidad de Andersen: en mostrar que el poder no puede habérselas con la verdad sobre sí mismo, que la simulación no es una anomalía sino su naturaleza.

He recordado esta historia porque la semana me pareció que la renuncia de Carlos Urzúa sonó, en el imperio de la llamada “cuarta transformación”, como la voz del niño. Y que López Obrador y muchos de sus adeptos respondieron igual que el emperador y su corte.

Fuente: Expansión.

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